Diario de Valladolid

EL SIGLO DE DELIBES

Alarde de invitados

Aquel Valladolid que se desperezaba de su nostalgia cortesana con los provechos efímeros de la neutralidad acabó convertido en fondeadero estacional y a veces prolongado de visitantes que encontraron en el Pisuerga estímulos de acogida para su creatividad. Eran los felices veinte del pasado siglo cuando a su trasteo de tertulias y cafés asomaron tipos pintorescos y de trayectoria tan influyente como el vasco irundarra Pedro Mourlane Michelena (1885-1955), predecesor en su paso de posteriores estantes, como su paisano el periodista Manu Leguineche (1941-2014), decisivo en la plantilla periodística de Delibes y más tarde en el primer lanzamiento de Francisco Umbral como articulista, desde la plataforma de su agencia Colpisa.

Francisco Pino saliendo de su casa.-EL MUNDO

Francisco Pino saliendo de su casa.-EL MUNDO

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Redacción de Valladolid
Valladolid

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UNA CIUDAD INACABADA

También tuvieron su etapa pinciana otros artistas de relevancia nacional, como el pintor Aurelio Arteta (1879-1940), que más tarde arropará en Madrid, dándole tajo y cuartelillo, a Eduardo García Benito (1891-1981), cuando recibe el encargo de decorar con doce paneles murales el vestíbulo de la sede madrileña del Banco de Bilbao.

Y arquitectos como Julio Saracíbar, autor en la acera de Recoletos de dos de los edificios más singulares con los que se adorna Valladolid para estrenar el siglo: la emblemática Casa Mantilla (1891), construida en el solar del cervantino hospital de la Encarnación, que sigue siendo, a pesar de sus pérdidas y despojos, el paradigma perfecto del moderno e inacabado Valladolid, y unos portales más adelante, la colorista Casa Resines. Si respecto al proyecto de Saracíbar, la Casa Mantilla se vio privada de la capilla con planta de cruz griega prevista en el patio abierto a la calle, también la fachada de la Casa Resines padeció la poda de las pirámides truncadas de su remate, rubricando ese estigma pinciano de ir dejando las obras a medias.

Pero recobremos la memoria por sus andanzas. La galería pinciana de los años veinte que ofrece Francisco de Cossío en sus Confesiones memoriales nos muestra a Pedro Mourlane Michelena como estudiante de Medicina vistiendo «un balandrán que le llegaba a los tobillos, y su melena en trova, un poco más larga que la melena romántica, la cubría, en la calle, con un sombrero negro, puntiagudo de copa y de amplias alas.

En aquella vida provinciana, donde a los que vestíamos según la moda del día con un buen sastre y usábamos botines y chalecos de fantasía, nos llamaban gomosos y pisaverdes, la llegada de Mourlane cayó como una bomba. Traía buen acopio de literatura francesa, y por él nos enteramos de lo que era moda entonces en París». Mallarmé, Leconte de Lisle, Baudelaire y Verlaine pasaron a ser los dioses mayores de aquellos tertulianos del Calderón, iluminados de inmediato por Rubén Darío.

Cuando la tertulia del Calderón se fue apagando, y ya sólo mantenían su llama Mourlane y Cossío, fueron apareciendo como espacios de opinión y reunión el Ateneo con su revista y el Círculo con su acogedora sala de exposiciones. Mourlane cambió las aulas de Medicina por Letras e Historia antes de incorporarse al periodismo, donde acreditó una prosa refulgente y efímera de claro valor literario. Sólo tres libros inadvertidos recogen mínimas proporciones de esa prosa con un arco de medio siglo, que es el espacio mediante entre el empalago modernista de Inquietudes (1906), aparecido en Valladolid, y Arte de repensar los lugares comunes (1956), que vio la luz ya póstumo y tintado de azulete con artículos de posguerra, que dejan ver algunos de sus excesos verbales e ideológicos de letrista cotizante y erguido Cara al Sol.

Entre medias, publicó en Bilbao el discurso de las armas y las letras, enjoyado de retórica y que había de valer más tarde a Andrés Trapiello para titular su pesquisa de las letras españolas durante la guerra civil. Mourlane se inscribe en la estela de Sánchez Mazas, bautizada como Escuela Romana del Pirineo, un batiburrillo dorsiano en el que también aparece un joven y fluctuante Manuel Aznar Zubigaray (1894-1975), llevado a Madrid por Urgoiti en 1918 para dirigir el diario El Sol, que había estudiado Derecho en Valladolid, ciudad a la que volvería como preso político de Cocheras a comienzos de la guerra civil. Luego Aznar, cuyo nieto fue presidente de Castilla y León y de España, se convertiría en el cronista de la Cruzada, biógrafo de Franco y embajador en Estados Unidos. Pero antes de esa mutación a orillas del Campo Grande, había sido nacionalista vasco y «furibundamente antiespañol», según lo describe su paisano Indalecio Prieto.

Al llegar a Madrid, Aznar acude a la tertulia alcalaína del Lyon D’Or, junto a Mourlane, Sánchez Mazas e Ignacio Zuloaga. También mariposea por allí Jacinto Miquelarena (1891-1962), el periodista despedido de ABC por Luis Calvo con una carta dura y desabrida, que explaya en tono hiriente alusiones a la precariedad de su trabajo como corresponsal parisino. Una acusación destemplada que acabará empujándole, en agosto de 1962, a arrojarse al paso del metro en la estación de Michelange–Auteuil.

A buen seguro que en aquel momento decisivo evocó Miquelarena la apelación carpetovetónica de Mourlane: ¡Qué país, Miquelarena, qué país! Una exclamación grabada en el repertorio expresivo español con una intensidad parecida a la de Romanones, cuando no recibió ni un voto en su intento de ingresar en la Academia de la Lengua: ¡Joder, qué tropa!

Acaso recordó también don Jacinto, antes de saltar a la vía, los pormenores truculentos del crimen valleinclanesco perpetrado en mayo de 2013 por el capitán Sánchez sobre Rodrigo García Jalón, amante de su hija María Luisa. Unas circunstancias que le gustaba referir en la tertulia al vallisoletano doctor Camino, hermano de León Felipe, a quien había correspondido certificar la muerte por fusilamiento del capitán, acusado de aprovechar el cadáver troceado de Jalón como rancho para la tropa de su regimiento. La fugacidad de la prensa depositó la prosa literaria de Mourlane en el arambol deslizante del olvido, donde al cabo únicamente descuella su perfil equino de alto transeúnte adornado con larga melena y profuso anecdotario.

REPERTORIO DE NOVEDADES

La pujanza cultural de Valladolid se apoya en edificios y publicaciones de trayectoria sostenida, pero aflora en los años de entreguerras a través de una sucesión de revistas de vanguardia tuteladas en la distancia por figuras incipientes y ya consagradas como Jorge Guillén o José María de Cossío, que animan y orientan al grupo promotor de Meseta (1928-1929), formado por siete vallisoletanos animosos, del que prosiguen Francisco Pino y José María Luelmo en DDooss (1931) y A la nueva ventura (1934).

La inesperada originalidad de estas publicaciones iba a provocar críticas adversas y reacciones vecinales poco favorables. Aún sin tiempo para digerir la poderosa poesía intelectual de Jorge Guillén, la burguesía vallisoletana estaba habituada a la labor de difusión canónica de sus propios valores históricos, artísticos y literarios promovida desde el Boletín de la Sociedad Castellana de Excursiones, donde impartían doctrina personalidades locales como Narciso Alonso Cortés, José Martí y Monsó, Juan Agapito Revilla o Francisco Antón Casaseca. Una tarea continuada en buena medida por los boletines de la Comisión de Monumentos (1928-1929), del Museo Provincial (1925-1930), y más prolongado en el tiempo, de la Academia de Bellas Artes.

Ciertamente, la irrupción de Meseta no podía dejar de sorprender, pues daba rienda suelta a sus audacias por derroteros vanguardistas, que sólo en su vertiente pictórica, y no sin provocar sorpresa e incomodidad, habían frecuentado Valladolid. Pero tampoco contradice esta novedad el espíritu de animación renovadora que respira entonces la ciudad universitaria. A sus páginas asoman versos de Guillén, de Cernuda, de Alberti, de Gerardo Diego y de Altolaguirre, además de los jóvenes del grupo Francisco Martín Gómez, Luciano de la Calzada, Ramón G. Ribot, Francisco Pino y José María Luelmo, que acompañan a las prosas de los palentinos César Arconada y Teófilo Ortega, de Benjamín Jarnés, de Francisco de Cossío, de Giménez Caballero o José Bergamín.

Dentro de su tendencia innovadora, Meseta muestra una capacidad integradora modélica, en absoluto excluyente. En su último número, dos textos del profesor Gómez Orbaneja (que iba a ser secretario del Tribunal de garantías constitucionales de la inmediata república y a la postre, en 1984, orador en el funeral laico de su amigo Jorge Guillén) y de Francisco Ayala acompañan al ensayo de uno de los miembros del grupo fundador de la revista, José Arroyo, quien escribe sobre la pintura de Angelita Santos. También César Arconada celebra con retraso el centenario de Schubert.

Dos años después de concluir la aventura de Meseta, donde también forjan su primera obra jóvenes poetas incorporados desde Gijón por Gerardo Diego, como Luis Álvarez Piñer o Basilio Fernández (ambos galardonados con el Premio Nacional de Poesía al cabo del tiempo: Piñer, en su vetusta madurez, y Basilio a título póstumo), Francisco Pino y José María Luelmo ponen en marcha su segunda aventura poética: la revista DDooss, de timbre surrealista, aunque manteniendo el mismo carácter ecléctico e integrador de Meseta. Su periodo de vida se limitará al primer trimestre de 1931, en cuyo transcurso aparecen sus tres números con un ritmo mensual.

Los versos de Alberti arropan las colaboraciones pictóricas de su compañera de entonces, Maruja Mallo, mientras los poemas de Souvirón, Martín Gómez, Luelmo, Pino, Maravall, Muñoz Rojas, Alfaro o Casona dejan espacio para la despedida a la carta de salutación que les dirige Azorín. En su número de marzo, en el que destaca un texto de García Lorca (Amantes asesinados por una perdiz) ilustrado por su autorretrato, colaboran también el yerno de Unamuno (Quiroga Pla), Leopoldo Panero, Luis Maldonado, Pérez Clotet y Dionisio Ridruejo. Pero lo más sobresaliente de Ddoss en su despedida son los tres poemas republicanos adheridos en un pliego suelto de 4 páginas: Nuevo himno se titula el de Luelmo; Pabellón tricolor el de Pino; y Elegía al capitán Galán, el del burgalés José María Alfaro. Tres poemas inspirados por la caída de la monarquía, que se anticipaban a la proclamación de la Segunda República, en abril de 1931.

A LA NUEVA VENTURA

Tres años después, en la primavera de 1934, aparece la última aventura poética conjunta de Luelmo y Pino: A la nueva ventura, de la que aparecen tres números. El primero lo hace en primavera y sus textos enmarcados incorporan una traducción de Blake por Pino, versos de los canarios López Torres y Gutiérrez Albelo, de Eduardo Ontañón, un Homenaje lírico a los comuneros de Luelmo, nuevos versos de Pino y de Luelmo, un homenaje al vallisoletano Leopoldo Cano, fallecido en Madrid aquel mismo abril y la reseña de Luelmo a La voz a ti debida, de Pedro Salinas.

El número 2 es aún más escuálido, aunque menos constreñido, al aparecer los textos sin enmarcar. Componen el sumario poemas de Guillén, Pino y Luelmo junto a una traducción de Rimbaud. El número que despide A la nueva ventura, en el verano de 1934, combina versos cordiales de Luelmo, tradicionales de Martín Gómez y Nicomedes Sanz y Ruiz de la Peña, un dibujo del aragonés Javier Ciria y un poema de la enigmática aragonesa María Falena (seudónimo de María Ferrer), vinculada a la revista Noreste, de Zaragoza.

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