Diario de Valladolid

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Hoy cinco días –3 de enero– del fallecimiento de Elena Santiago. Hecho tristísimo para mí, pues Elena fue una amiga entrañable, increíblemente buena, absolutamente noble, y totalmente necesaria y constante. Un buen día, en 1981, me llamó Jorge Guillén: «¿No conoces a Elena Santiago?». No, respondí. «Pues es indispensable que la conozcas». En esos momentos trabajaba Elena en la primera biografía sobre Jorge Guillén, que publicó un año más tarde Ramón García en la colección Vallisoletanos.

Por mandato guilleniano, conocí a Elena y quedé alucinado. Ante mí, una belleza de juventud serena, unos ojos verdes penetrantes, una palabra en vilo, y una ternura limpia que no juraba ni prometía pero que tenía el timbre de lo auténtico como... como esas verdades triunfales y a peso que tanto escasean a lo largo de la vida. ¿Cómo olvidar esa primera impresión con las realidades literarias y personales que vendrían después, y que Elena transformaba en una exquisitez radiante y cariñosa? Imposible. 

Toda su obra narrativa –muy amplia y escrita con las pulsaciones de una mujer que escribía con ritmo femenino y con el alma al cielo raso de Castilla y León– está tocada, esencialmente, por la elegancia de una escritura pensada hasta la obsesión; y que está vivida por unas personas anhelantes con problemas muy normales, y muy trágicos a veces, pero que detentan siempre, siempre, una belleza sustancial y poética. 

Esa poética enraizada formaba parte del propio ser de Elena Santiago, como revela su libro de poemas titulado No estás, y que tuve el honor de editar hace ahora 20 años. Sus poemas, y  la última conversación que tuvimos pocos días antes de morir, con un hilillo de voz casi imperceptible, serán para mí como un dulce testamento: «La nieve, / vistiendo blanco tu belleza. /… nieva como tú nevabas».  ¿Cómo olvidarte, criatura?

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