Mudanzas y encierros
EL CADENCIOSO ruido del agua, que se precipita desde la manguera hasta la pila, reconforta casi tanto como el precavido sol que asoma por el páramo. Una mañana transparente, enemiga de esas otras neblinosas y plomizas, con menos claridad que una hipoteca multidivisa.
Mientras el golpeteo rítmico del flujo acuoso atrae a las reses al bebedero, leo, sentado en una piedra apoyada en el tronco de una encina, la entrevista de Antonio Lucas a Fernando Aramburu. El autor de Patria estrena ahora Autorretrato sin mí. El preámbulo y el intercambio de golpes que supone cada pregunta y cada respuesta logran que me ensimisme tanto que hasta dejo de escuchar la melodía líquida.
Estamos llenos de patrias, y la infancia es a la que se recurre cuando entendemos que hemos superado el último puerto de montaña y el resto de la etapa nunca nos permitirá contemplar paisajes tan fantásticos como los que nos asombraron desde la cumbre de la juventud. No es exactamente así la vida, pero se parece.
También caben infancias e infancias. Las hay constantes y de empadronamiento único, y otras, como mi caso, de trashumancia. Demasiadas ciudades, siete, para una EGB en la que obtuve un sobresaliente en aprendiz de melancolía. Había más tiempo para recordar y anhelar que para construir un presente.
Y entre aquel ajetreo de mudanzas y cajas que había que llenar y luego vaciar sin casi dar tiempo a que se instalara el polvo en las baldas de la librería, existía un lugar común y anhelado en el calendario: Cuéllar. En Navidad y en verano, salvo excepciones, estaban sus cuestas, y la casa de mis abuelos Ricardo y Rufina. Y míos tíos, y mis primos.
Y sus encierros. Con esos toros a los que admiraba y temía desde mi mirada recién estrenada para las cosas y los seres. Un modo de penetrar en la vida. En el gozo y la tragedia. El sábado pasado, junto con Pedro Caminero y Pepe Mayoral, que encierran astados desde el estribo del coraje, recompuse, nuevamente, alguna pieza del autorretrato de la niñez.