Diario de Valladolid

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NO SÉ a ustedes, pero a mí me fríen el móvil a mensajes sobre el viernes. Que si ya queda menos para el viernes, que si por fin es viernes, que si… Sin duda el viernes es un día estupendo, salvo que suceda algo negativo, una desgracia, una tragedia, y entonces pasará a ser un día aciago. Y dígale entonces usted al perjudicado que por fin ya es viernes y que aunque es lunes pues ya queda menos para el viernes…

El viernes es un mito, como lo era Curro Romero cuando el hombre ya estaba para pocos trotes, y hubo que recurrir a aquello de que sólo por verlo hacer el paseíllo ya merecía la pena pagar la entrada. El viernes no es muy real, en el sentido que se le quiere dar, pero cumple su función. Como todos los mitos, metáforas y símbolos.

El viernes alimenta una función liberadora. Se supone que el viernes empieza el descanso, el finde. Claro que, y en esto los mitos siempre ofrecen sus puntos débiles, ningún amigo camarero me envía un mensaje con fotito sobre la bondad del viernes.

Se me antoja que tanta adoración al viernes actúa como un prejuicio que elimina, de raíz, el gozo imprevisible de los lunes, martes, miércoles o jueves, días que arrastran mala fama, y tan solo aparecen en los mensajes para utilizarlos, vilmente, como referencia de un cómputo que termina el viernes.

La cultura del viernes, creo, evidencia la tendencia a cierta evasión de lo que nos preocupa y presiona. De lo cotidiano y de lo existencial. De la pequeña carga de las cosas simples y rutinarias, y de los grandes debates de la vida. Es cierto que en todo túnel siempre resulta alentador ver la luz del final, la que, aunque no esté presente, si anuncia un espacio cercano en el que se respira mejor y donde la oscuridad desaparece.

El gentío anda pendiente del viernes, y en la política esta cultura se ha sustituido por otra más lucrativa. Porque, a fin de cuentas, el dinero sin sudor aporta ese desahogo de apariencia omnipotente que convierte un mal martes en un viernes apoteósico.

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