Diario de Valladolid

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HACE ahora una semana que, en torno a la memoria de Luis G. Pasquau, nos reuníamos dispares grupos de poetas y literatos de varias generaciones en Valladolid. Era como si su sombra, por tanto tiempo invisible para muchos, nos convocara con la fuerza del recuerdo y la emoción de la amistad. Ello sucedió el último día del ciclo dedicado a la Poesía en Valladolid (tradición y modernidad) que había coordinado Javier Dámaso, en un loable empeño de mostrar la diversidad de tendencias e iniciativas poéticas que entre finales de los años 70 y principios de los 90 acontecieron en esta ciudad.

La variedad de autores convivía por entonces en ebullición pasmosa y revistas o editoriales iban confluyendo hasta alcanzar una abundancia que hoy resultaría casi inimaginable. En virtud, entre otras cosas, de la celebración de un ciclo como el mencionado y de algunas antologías o compilaciones recientes, el mapa literario que existía sobre aquella época va completándose y lo que sabíamos de la misma pareciéndose algo más a lo que sucedió en realidad.

Lo más especial probablemente de tales días, tan luminosos como oscuros, es que -mientras cambiaban para siempre tantos aspectos de nuestra ciudad y del país entero- unos escritores (pero también pintores) jóvenes nos reconocíamos, aun antes de conocernos, como miembros de una misma tribu y -generosamente -compartimos afanes o empresas literarias que duraban lo que duraban, pero que no cesaban de surgir.

Pasquau –cuya obra inédita será presentada el próximo día 5– estaba en medio de todo aquello, de todos los caminos alternativos a la política y a la cultura establecidas, colaborando con todos (y por todos) hasta consumirse y desaparecer. Nos hemos vuelto a reunir, alrededor de sus versos, poetas y personas –sin más– de dos transiciones, pues es hoy otra (no menos trascendente que la anterior) la que está ya en marcha. Y hacen falta voces que, como fue el caso de la suya, continúen sonando firmes y rotundas.

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