Diario de Valladolid

Cuéllar cita con temple a sus encierros para 2018

Los utreros de Yerbabuena ofrecieron su bravura gregaria en el tramo campero y su rítmico galope ennoblecido por las calles

Un toro de Yerbabuena da un buen susto a uno  de los corredores del encierro.-ICAL

Un toro de Yerbabuena da un buen susto a uno de los corredores del encierro.-ICAL

César Mata
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Cantó García Lorca en uno de sus poemas a la hierbabuena. Para que lo enterraran, decían, con su guitarra, bajo la arena, entre los naranjos y la hierbabuena. Ayer en Cuéllar, los utreros de Yerbabuena se encerraron en un rito de siglos y luz, el sueño de cualquier toro bravo.

Si el también poeta, y ganadero, Fernando Villalón, soñó con criar toros con los ojos verdes, vaya a saber usted por qué razón, el deseo de un toro de casta debería ser un rito popular, donde el toro es mito, símbolo y, a veces, caldereta. El pueblo es sabio, y se nutre de ideales, pero no desprecia, todo lo contrario, lo que se echa al plato.

Pues los de Yerbabuena, finos de cabos y pulidos de hechuras, de armónica arquitectura, cumplieron ese sueño. Despiertos, con la viveza de la casta ennoblecida. Aunque los libros nos digas que esta vacada mantiene sangre del encaste Núñez, habrá que ponerlo en duda. Ni un solo rasgo de esa sangre que fue fundacional de un estirpe en la gaditana finca de Los Derramaderos, hoy con decrépito aspecto en la carretera de quienes acuden a darse un chapuzón a Zahara, donde se encuentra el origen de los Rivera (Paquirri).

Volvamos a Cuéllar, que aquí no hay playa. Decíamos que de los novillos del encierro ninguno tenía aspecto Núñez, ni siquiera en su encornadura: ningún cuerno acodado. Domecq sí parecían. Del todo.

Salieron con brío a orillas del Cega, con un rocío húmedo para sentir los huesos sin radiografía. Un castaño amagó con arremeter contra la multitud, pero le pudo el sentido gregario y volvió a incorporarse a la manada. No mucho más adelante se hizo un alto en el camino. Bajo los pinos, no a su sombra que para eso el sol tendía que estar arriba, y el astro no madruga tanto como para mirar el encierro desde lo alto. Sosiego en las monturas, algún relincho y caras de madrugón.

Otra parada antes de Las Máquinas, y un paso cual desfile ligero por el estrechamiento que escupe toros y caballos junto a un polígono que diseñó alguien muy amante de las tradiciones… Sólo le faltó contratar a los toros para colocar tuercas. En fin.

Una hilera de caballistas marcaba el ritmo de los bóvidos. Antes, los agentes de la Guardia Civil a caballo, al mando del cabo Luis Delgado, habían supervisado el terreno. Una labor callada, discreta… Con tanta eficacia como respeto. El Duque de Ahumada no fue ganadero, pero eso es lo de menos.

Los de Yerbabuena estaban por la labor de hacer un recorrido sin grandes sobresaltos. Y los caballistas saben que ante un toro en plan amistoso lo mejor es mirar para otro lado, como que no se les vigila ni se les conduce. Cuentan, eso sí, con esos agentes dobles que son los bueyes, que un día te pasan información privilegiada de las intenciones de los bravos y otro te despistan. Cosas de la mansedumbre.

La fuerza de la costumbre, y la de la gravedad, hicieron su papel en un descenso pacífico por la vaguada que desemboca en el asfaltó, ahí donde el toro siente la primera punzada de haber perdido el dominio de la situación. Las metálicas ramas de las talanqueras le indican ya un destino breve de lucha y sacrificio. Calle, carrera y ruedo, ajenos a la hierba y los vegetarianos.

Dos novillos se adelantaron en el inicio del recorrido urbano y propiciaron carreras meteóricas. Los mozos, de Cuéllar y de otras latitudes, pusieron corazón y músculo en multitud de carreras potentes e intensas. Carreras sin periódico y sin reloj, como debe ser. Dios mío, si los toros no saben leer…

Se consumó el rito en el ruedo, en esa comunión de arena y pezuñas, en la redondez de un anhelo conseguido con riesgo. Territorio sin tiempo, alimento para el espíritu, bajo en imposturas, alto en generosidad. En 2018, más.

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