Diario de Valladolid

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LA OTRA TARDE, no muy lejos de la Virgen de la Peña de Francia, crucé el arroyo de El Zarzoso y visité, de nuevo, un viejo monasterio con siglos de piedra y fe. Muy milagrero el lugar. Aunque su mayor milagro es mantenerse vivo, habitado y con la luz encendida. Unas cuantas monjitas que apenas pasan de la décima, siguen con sus rezos y sus labores. Es tan complicado el árbol de las órdenes religiosas que renuncio a describirlo. Monjitas está bien. Las monjitas de El Zarzoso, que así las conocen en toda la Sierra de Francia y en Entresierras, y cuyas gentes acuden el tres de mayo a la romería del Cristo de la Luz. Ellas sonríen y rezan. Atienden la huerta y el obrador. Son atentas y hospitalarias con el visitante. No sé si somos los que entramos los que alegres, agradecemos sus sonrisas o son ellas las que esperan la visita para sonreír y alegrarse. Pienso que el que asciende hasta este convento no es un senderista despistado ni un turista de esos que lo quieren ver todo para nada. No, quien sube la ladera hasta el claro del bosque donde está el viejo monasterio, lo hace aún sin saberlo, buscando una luz. Quien entra en el convento lo hace por la puerta del cielo. Contemplar al Cristo que da luz a estas monjitas, me lleva a feudo unamuniano y piso su alfombra salmantina, quien un día, seguro que cruzó el umbral de este cenobio y se reafirmó en estar frente al “único hombre que sucumbió de pleno grado”. ¿En qué piensas tú, muerto, Cristo mío? ¿Por qué ese velo de cerrada noche de tu abundosa cabellera negra de nazareno cae sobre tu frente? Don Miguel y sus controversias. Devoto nada y andarín mucho. Esos versos blancos que dedicó Unamuno al Cristo de Velázquez quedaron para siempre en los pies de todos los cristos. De todas las cruces. Allí está en el Museo del Prado, no muy lejos de la sala donde está el tríptico del Zarzoso, del que habrá que escribir otro día. Servidor ha saltado los muros de muchos conventos y roto la clausura de algunos de ellos y en todos siempre busqué, entre la noticia y la curiosidad, respuestas a los porqués de unas mujeres que encontraban la felicidad en el silencio, el aislamiento, la rutina, y el aburrimiento, aunque ellas lo nieguen siempre. Me cuesta entender ese tipo de fe orante, mística aislada y anónima. Siempre fui más de defender a aquellos franciscanos que salen extramuros a librar la batalla de la gente normal. De los parias, de los pobres. De los necios y ateos. El de Fontiveros, dejó dicho que en la última tarde de nuestras vidas el examen será solo de una asignatura: la del amor. Gandhi dejó demostrado que “allí donde hay amor hay también vida”. Me cuesta entender a estas chicas con hábito franciscano. En primavera subiré a la romería para ver si la luz de su cristo sigue prendida.

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