Diario de Valladolid

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No me hago ilusiones con la melopea de la renovación del Poder Judicial, que en este verano engañoso está dividiendo a la sociedad española entre creyentes a pies juntillas y entre cismáticos sede vacante como las monjas de Belorado. Y eso que servidor no tiene problemas en admitir que soy creyente de todas las confesiones –de las más absurdas a las más tumbativas–, y a la vez un cismático recalcitrante en cuanto me aprietan las clavijas de lo que constitucionalmente hablando se llaman derechos fundamentales o íntimos de la persona. La escogencia política, como asignatura cívica, no me quita el sueño.

Vamos, que soy adicto a la liga de La Picara Justina, que todos estos tejemanejes tan frígidos de la polis los reducía la pájara divina a una simplificación muy práctica: «lo que más se quiere, más se siente». O sea, que si lo quiero es porque lo siento, y si lo siento es porque me apasiona de tal manera que ya no vivo en paz hasta que lo consiga de las formas más variopintas o subversivas tanto en verso como en prosa.

Y claro, pueden imaginarse que veo a Sánchez, a Feijóo, a Guilarte, a Conde-Pumpido y a García Ortiz, hablando en televisión de la renovación del poder judicial ex necessitate –por necesidad–, y lo primero pienso en la cantinela de quien todo lo quiere y que a la vez, ay, todo lo pierde de una atacada. Y un huevo. En segundo término, este quinteto, en términos lúdicos, está donde está: en el extremo de una soga tirando como caballos percherones, mientras en el otro extremo de la soga una montonera de ciudadanos, sentimentales y arriñonados, caen al suelo porque no pueden con la sofoquina.

Desde el primer día que, inesperadamente, se inventó lo de la renovación del Poder Judicial hace pocos días, el capazo huele a contubernio, a puterío, a «componenda odiosa» de la que tanto se habla en La Celestina como en El Quijote. La Pícara Justina, que es la mía por no sé qué extrañas razones, no se andaba por las ramas. Esto del manoseo visceral provocaba en ella un rechazo vomitivo: «muchos componedores descomponen la novia». Exacto. Esta renovación in extremis rebosa sainetería antidemocrática por los cuatro costados.

Los dos partidos mayoritarios nos han sorprendido de la noche a la mañana con una evidencia más que sospechosa: haciendo manitas de mala compañía. El uno se veía con la soga al cuello por sus correrías antidemocráticas, que las sucesivas elecciones no hacían más que estrechar el nudo corredizo. El otro tenía tantas ganas de ir en su auxilio, que no dejaba de pensar en la angustia política del ahorcado, y se puso a su disposición de inmediato.

Nada más lógico: lo que no sirve al común, no vale para ninguno. Se las agenciaron en sus cuitas secretas para que sólo ellos dos se auxiliaran en la renovación del Poder Judicial en su justa medida. Muy democrática la cosa. El Congreso como el Senado, que representan el ejercicio de la voluntad popular, han quedado reducidos a la condición de comparsas como la ciudadanía: a brindar como buenos chicos con una copa de «buen vino» como celebraba Gonzalo de Berceo las intervenciones milagrosas de la Virgen María. De facto, y democráticamente, Congreso y Senado han quedado abolidos.

No sé a usted, pero a mí estos embozos de moza fea con revolcón de mozo a la que pilla más cerca, no me gustan un pelo. Con los años me he vuelto exquisito y ceremonial. Y no me gustan por el mismo capricho, exactamente por el mismo, con el que el sanchismo redentor y el feijoyismo pactante han ventilado sus problemas de alcoba. Un cierto pudor, señores míos. Y sobre todo al ver cómo han quedado los pactos en el aire hasta después del verano, hasta dentro de unos meses, por no decir usque ad calendas graecas, o cuando las ranas echen pelo.

Esto es, justo en el punto preciso de quien todo lo quiere y, curiosamente, no le importa perderlo todo, o casi todo, porque sabe que, a la postre, ganará la partida. En este tira y afloja, el tirano Sánchez ha demostrado que resuelve todos los asuntos de la gobernanza con una destreza que hacía templar al mismísimo Pericles –el gran jurista y general en la edad de oro de la democracia griega– cuando hacía esta advertencia en una de sus reflexiones a los incautos atenienses que cavaban su propia fosa con ditirambos: «Cuando los tiranos pactan como si besaran, ha llegado el momento de echarse a temblar».

¿Alguien duda que la futura ley, o decreto ley, sobre la renovación del Poder Judicial en la España invertebrada va a ser lo que ha pactado Feijóo con alfileres hace unos días, o lo que los gerifaltes de la Europa amañada decidan en un entusiasmo por la Justicia que deja tanto que desear como se ha visto en la composición del Gobierno europeo tras las recientes elecciones? Ni de coña. Por unos años –so pena que el revolcón de las elecciones de ayer en Francia lleven a Macron a la insignificancia–, los jueces no nombraran a los jueces, y Pedro Sánchez nos hará temblar como si nos diera un beso en no se sabe dónde.

Para esta ceremonia cuenta con el culantro que cultivan sus socios de legislatura –independentistas, ladrones, okupas, golpistas, malversadores, terroristas, y con los amnistiados del cuquillo que pían y pían hasta que encuentran el nido–, y que hacen del Congreso de los Diputados el paraíso franco de las «inseguridades invencibles» que, según escribía Kafka a su padre en una carta desesperante, «siempre caen». Y cuenta sobre todo con la Fiscalía General, con el Tribunal Constitucional, con el CIS, y con Indra, para hacer de la tiranía virtud y de las libertades públicas las altas cordilleras del dispendio de quien todo lo quiere porque, sencillamente, lo puede y así lo dispone. Acabáramos.

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