Diario de Valladolid

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Ilustración. Alberto Alcover

Ilustración. Alberto Alcover

Absurdismo votativo. Es decir, sistema democrático por el cual las propuestas más absurdas en política son ofrecidas a los ciudadanos españoles para que sean refrendadas en las urnas como derecho votativo, inalienable, y putativo –del latín puto, putas, putare, putavi, putantum que significa juzgar, pensar o delimitar un concepto o una acción–, y que entran en vigor al publicarse en el BOE.

Delimitado el objeto jurídico, procedamos al desarrollo. En principio, ¿qué diríamos hoy lunes de las elecciones vascas cuando han sido presentadas como el juego del escondite, como una razón que cojea en cuanto la enderezas, y como un engaño masivo por parte de unos contendientes que no han hecho otra cosa que epatar, y desviar los problemas con ese «dolce far niente» –o el placer de no hacer nada– que ideó Tácito en el año 96 de nuestra era?

Pues poco o nada: que han jugado con nosotros; que las razones esgrimidas se han limitado a crear una verdad raquítica y trapacera; que estos señores no han hecho otra cosa que sembrar incertidumbres; y que su fuerza de convencimiento es la misma que el de una gaseosa en desbandada. Así que al oírles, parece que estás escuchando la paradoja del buen ladrón: todo lo que te cuenta es cojonudo, incluso lo del día que no roba.

Ante una realidad tan desquiciada, se acabaron los votantes de casta que iban por el monte solos, los madrugadores, y mucho más los críticos. Dios es la ley D’Hondt que disimula nuestras creencias y que deja nuestros recuentos reducidos al airón de un número primo con boqueras. Aquí el votante se ha limitado a mirar al cielo, a votar con los ojos vendados, o a ignorarlo todo con el desparpajo, por ejemplo, de una jovencita, llamada Itxaso –tan joven y tan corruptamente desinformada– , que afirmó lo siguiente ante el zulo de Ortega Lara: Bildu «es un partido como otro». Así que responsabilidades al maestro armero. Dios, en su bondad infinita, nos da una demostración generosísima: que cuando da no es miserable.

Y este, que no otro, es el rasero de la grandeza y de la miseria de la democracia que nos rige. Ni más ni menos lo que ocurre con las enfermedades: que Dios, disfrazado del CIS, nos las manda para probar nuestra fe y paciencia. Si fuerzas un poco las cosas, puede que la perra dé a luz lechones. Y bueno, si te pones interesante con los pronósticos, seguro que te la pegas. Para afrontar estos reveses, mi abuela tenía un remedio casero: no pidas a Dios, y menos a los políticos, lo que no puedas curar tú con aspirinas. Pues eso.

¿Quién ha ganado, en segundo lugar, las elecciones autonómicas vascas de ayer domingo? ¡Qué atrevimiento! ¿Y después de este preámbulo tan chulo, tú me lo preguntas con ese morrito de ecologETA, «mientras clavas/ en mi pupila tu pupila azul», que decía el melifluo Bécquer con una sífilis que le carcomía el tuétano? Pues que, con algún hostión, las ha ganado SánchezETA al igual que Maduro y el ayatolá Alí Jamenei: hablando inglés a los percebes y tirando drones sobre Israel. Lógico. Es el único que en casa ajena reparte gallinas cuando en la nuestra no quedan ni las raspas de las sardinas.

¿Creen ustedes que por un detalle de cifras –escaño arriba o abajo– se va a echar a perder el marmitako de las elecciones vascas? Ni de coña. No hay tirano que se corte las venas por un recuento como el de anoche. Bueno, sí. Históricamente hay un caso tragicómico. Carondas, tirano de Catania, impuso leyes draconianas en el siglo VI antes de Cristo. Una de ellas: que bajo pena de muerte nadie accedería al senado con armas. Se descuidó, y cayó en el garlito. Al echárselo en cara, repuso: «también afecta a mis propios actos». Y allí mimo sacó la espada, se atravesó el corazón, y acabó una tiranía olímpica. Estos sí que eran tiranos como Dios manda, hasta que llegó Sánchez y se inventó el cambio de opinión como verdad acojonante y desvencijante.

Lo que nos lleva a la tercera cuestión de estas elecciones tan democráticas: a la de los actores de este absurdismo votativo y putativo que, básicamente, se centra en tres personajes de opereta: Sánchez, Otegi, y Feijóo. El resto –incluido el PNV– son menudillos en ensalada. Sánchez, digámoslo sin rodeos, no es más que un tirano sacado directamente de las comedias de Plauto que responde, exactamente, al patrón que establece en su célebre comedia Captivi, o los cautivos: «Lo que el amo hace hay que darlo por bien hecho, aunque no lo esté». Total. Sánchez en estado puro y en superabundancia masiva.

Otegi es la metáfora amable y trágica de un terrorista que empezó cavando fosas y no hace más que profundizarlas. Su melancolía por coleccionar tumbas al grito de «¡Gora ETA militarra!», es compulsiva. De este modo se ha convertido en el eficaz enterrador de la democracia que Sánchez ha colocado al frente del departamento de pompas fúnebres. Hasta el propio Sánchez se rinde a la normal pleitesía que acojona a cualquier tirano: el poder ipnotizante que ejerce la necrofilia. Otegi ha creado el absurdismo tumbativo: la mejor tumba es la que nunca se llena lo suficientemente.

¿Y Feijóo? Es la alegoría de una claudicación buenista, el legalista con fe, la superabundancia del chanquetismo pletórico que rebosa quintales en la factoría de Génova 13. Él sólo pide actos de fe con acta notarial: que Sánchez firme ante notario que no pactará con Otegi. Estas inocentadas descacharrantes ya provocaron la indignación en Cicerón cuando en su tiempo el absurdismo votativo entró en el Senado de Roma. ¿Y qué dijo? Pues algo elemental: que ante semejantes despropósitos «no hay que levantar ni siquiera un dedo». Textual, señores. En fin, que cuando Dios da, no es miserable.

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