Provocación inadmisible
TERRIBLE. Los hechos vividos en la semana que acaba de expirar, lo demuestran de modo fehaciente: mujeres asesinadas, religiosos acuchillados hasta la muerte o apaleados, políticos de la oposición escracheados como pencos, empresarios acosados como bestias del apocalipsis, y ciudadanos en general ofendidos y humillados por una clase política que cruza el cielo en falcon, y que se ha convertido en una franquicia de la impunidad.
Lo que, a simple vista, denota un intolerable déficit de humanidad, de ética, de justicia, de bondad, y de convivencia democrática. En estos momentos, ser verdugo en la España sanchista es facilísimo y estimulante, pues cuenta con ese pudridero del poder omnímodo que pervierte las conciencias y el lenguaje. Sociológicamente sale gratis, porque la mayoría de los medios son agencias y coladeros de esta decadencia moral planificada que, según el relato oficial, es una consecuencia lógica del progreso.
En este sentido, y con el don de la oportunidad, salió el viernes un personaje tan sectario, inquietante y turbulento como el ex presidente Zapatero –el íntimo del dictador y asesino Maduro, el blanqueador de la sanguinaria y sempiterna dictadura castrista, el beneficiado del atentado de Atocha del 11 de marzo de 2004 con 193 muertos y 2057 heridos, y el comodín de todas las dictaduras de Latinoamérica para construir el totalitarismo del siglo XXI–, con una andanada truculenta sobre la Ley del sólo sí es sí.
ZP, como si regentara una mina de oro en el Orinoco, pretende adoctrinarnos –dos días después del cruel asesinato en Valladolid de una madre y de su hija a manos de un depravado asesino– sobre las bondades de una ley infecta que ya ha dejado cerca de 300 violadores y asesinos en la gloria bendita del delito. El falso leonés pide «serenidad y calma», pues se trata de «una ley muy ambiciosa» que, a pesar de la «mucha dificultad» que entraña, «hay que darle un tiempo por la naturaleza de la materia». Y concluye con la prepotencia salpicona del impune: «yo creo en la prevención, mi experiencia corrobora que con la palabra, el diálogo y con el perdón todo puede funcionar mejor». A este tipo de experiencias con herrumbre las redujo Engels –en carta a Paul Lafargue del 19 de enero de 1872– a un simple «campo de pequeñas querellas personales y de secta».
Una floresta oxidada y repelente en la que también se interna Sánchez como actividad principal y con delectación morbosa. Al asesinato del sacristán, que sucumbió a machetazo limpio de manos de un islamista asesino y bien protegido, el Presidente del Gobierno ha respondido con un tuit vergonzoso: «mis más sinceras condolencias a los familiares del sacristán fallecido en el terrible ataque de Algeciras». ¿Fallecido? ¿De un infarto, de muerte natural, de qué? He aquí la cuestión: nuestra clase política no acepta que un ilegal, marroquí, y yihadista protegido, sea identificado con un asesino.
Por tanto, ya no se trata sólo de un planteamiento sectario –que esto a Sánchez le trae al pairo como ha demostrado en cantidad de ocasiones–, sino de una cuestión más profunda que respondería a un complejo de psicópata que bebe su argumentación más inmunda en las juergas del marqués de Sade. Sí, ese pervertido con peluca versallesca y con olor a orín y a mierda suculenta, que escribía textualmente en una de sus maravillosas narraciones aberrantes: «¡Qué me importan las víctimas! ¡Tiene que haber algunas!».
Aceptado este principio de ornamentación novelesca y gaseosa, que ya se suministra en barra libre en cualquier cervecería de España y de Europa, no sólo se liquida de cuajo, y selectivamente, a «algunas» víctimas. No señor. Lo que se abre aquí de facto, y sin ningún tipo de conciencia, es la espita para cargarse en masa a todas las víctimas: oponentes, disidentes, tibios, pensadores por cuenta propia, creyentes a tiempo parcial, inocentes con una cometa de colores, y escribidores de verso suelto que conjugan libremente los verbos irregulares.
No se haga el despistado a estas alturas de la película, señor Sánchez, que la hemos visto en cantidad de versiones en español o en subtítulos. Esta no es más que la historia temática del nazismo y del comunismo totalitarios como maquinaria de triturar los cuerpos y las almas, y que ahora el sanchismo, en versión moderna, quiere reciclar en tabletas de progresismo decorativo a la pimpineja.
La fatal atracción por las víctimas de este frankensteiniano de laboratorio ha llegado hasta el síndrome de Cotard que no sólo niega una existencia, sino que las considera una provocación insufrible para los matarifes. Algo intolerable en una democracia populista. De aquí que la víctima sea ya el acicate y estorbo para el verdugo; la malversación, la vanagloria del ladrón; y la sedición, el aliciente que señalaba Engels a los delegados del Congreso de Zaragoza en abril de 1872: kamaradas, «no hay fuerza alguna en el mundo bastante poderosa para suprimir el movimiento revolucionario, siempre creciente, del proletariado moderno». Y menos aún las víctimas provocativas.