Diario de Valladolid

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ÉTICA. En pocos lugares como en el ruedo de una plaza de toros. Guste o no guste. Bah, no me venga con monsergas. Que si el toro sufre. Ya. Y su perro, encadenado al collar, con su flamante correa extensible, seguro que siente la felicidad de ser tratado tan humanamente que apenas ya se reconoce como animal. Entiendo que el can se autopercibe como un empleador de quienes recogen su caca. Un gran logro de la civilización, éste de digitalizar los instintos naturales. Tan alta ecología de heces degradada por el plástico de los guantes recogedores. 

Asumir el riesgo en la misma gravedad de la tarea que se ejecuta tiene, suene bien o no, un rasgo de honestidad. Por eso ETA mataba por la espalda. O con bombas lapa. Valientes gudaris. Dignos de su patria. El peor y más temeroso matador de toros es depositario de una carga heróica tan superior a la mansedumbre terrorista que se hace protagonista con bajonazos a traición.

Si la asunción del riesgo es un dato clave en el enjuciamiento axiológico de la conducta humana, lo es también el tratamiento del dolor. El dolor ajeno. Tan sagrado. Convertirlo en mercancía ideológica es un grave y vil crimen injustificable. De ahí que la carroñera Montero no haya dudado en hacer presa del cadáver de Olivia. No se trata de su imposible empatía con la madre, sino de la focalización masculina del autor. Ante un faltal caso parecido de la semana anterior, perpetratado por una madre, no ha mostrado ese estremecimiento tan falso como el código ético de Podemos. 

En su putrefacta ideología eleva a los altares a la delincuente Juana Rivas. Que de haber sido varón tendría, sin duda, una mayor condena y habría ingresado en una prisión de las de verdad. Y arroja, sobre la fragilidad sufriente de la madre tinerfeña, la lápida indigna de convertirla en cómplice de una madre que secuestró a sus hijos. No cabe mayor indignidad de la vacua ministra vicaria.

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