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HAY quienes, en un exceso de sinceridad, llegan a plantearse si en una democracia es ineludible que toda persona tenga derecho a voto o, formulado de otro modo, si el voto de cualquier persona debe tener un mismo valor. Lo cierto es que la democracia se sustenta en la igual dignidad de cada ser humano, lo que se significa que es merecedora de un respeto idéntico. Así que el asunto parece que admite pocas teorías y debates.

Lo que sí que permite la controversia, al menos como ejercicio intelectual, es la comprensión, aceptación y crítica de los sistemas decisorios que operan en los partidos políticos y que, en mayor medida de lo que puede pensarse, acaba afectando a la democracia y, por tanto, a la ciudadanía de un modo directo.

El congreso del Partido Popular se ha parecido a un partido de fútbol en el que el árbitro está comprado y el equipo rival es el filial. Si la democracia es el imperio de la ley, la pluralidad y las ideas, los congresos de los partidos políticos, como el popular del pasado fin de semana, se parecen más a juntas de comunidades de propietarios en las que un único vecino tiene la mayoría absoluta de las cuotas. Ya saben, el dueño de ese local que ocupa todos los bajos y que, además, vive de lujo con la renta que cobra a los comercios.

Las estructuras de poder reflejan de un modo claro cómo una persona de inteligencia mediana, eso sí, con la diligencia de un buen padre de familia en su actuar, pueden llegar a la cúspide, sobre todo si otros mucho mejor formados y capaces ostentan los hilos que pueden llevarle a tal lugar. Rajoy preside un gobierno y un partido desde su mediocridad diferida, del mismo modo que Martínez Maíllo, ungido igualmente por una estela ramplona, ha logrado arañar más protagonismo, derivado del que Rajoy le ha sustraído a Cospedal, mujer de armas tomar.

Herrera queda para el panteón de ilustres. Hubiera sido mejor presidente que Rajoy, lo que tampoco es decir mucho. Pero su llegada a Moncloa es más difícil que su asalto al trono espiritual del Monasterio de Silos.

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