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La lentilla que detecta toxinas en el agua

La UBU desarrolla un sensor que cambia de color cuando entra en contacto con sustancias contaminantes en el medio acuoso / El material se hincha y si los fenoles dañinos están presentes, se pone rojo.

El investigador Saúl Vallejos en las instalaciones de la Universidad de Burgos .-E. M.

Publicado por
Estibaliz Lera

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No bebas de esa agua! Es una frase que todos hemos escuchado alguna vez. Las luces y sombras están ahí. Los vertidos emponzoñan ríos y llegan a espacios naturales donde ahogan la vida. En el camino pueden acabar en la mesa de tu cocina. Lo normal es que lo que bebamos tenga un estándar de calidad pero, en ocasiones, rellenamos la botella donde no debemos y acabamos consumiendo toneladas de residuos sin darnos cuenta. Un acto que deriva en problemas de salud de diferente gravedad.

Imagínate que pudiéramos saber si esa agua que hemos cogido de la fuente del prado es óptima o, por el contrario, tiene sustancias perjudiciales. Investigadores de la Universidad de Burgos (UBU) y de la Universidad de Concepción (Chile) lo han hecho posible. Han desarrollado polímeros eficaces para detectar fenoles dañinos en el medio acuoso. «El material es parecido a una lentilla que se pone rojo, incluso puede pasar a ser fluorescente en presencia de distintos contaminantes», expone el investigador Saúl Vallejos, a la vez que agrega que no sólo detecta toxinas, sino que también las cuantifica. Si está muy rojo, hay una alta concentración; y si se pone menos rojo, la concentración no es tan alta.

Además, han querido ir un paso más allá en el proyecto. Por ejemplo, una persona daltónica, dependiendo de los colores que está observando podría tener problemas para diferenciarlos. Por este motivo, comenta que han pensado en utilizar la cámara de un teléfono móvil para hacer una fotografía al material. De esta forma, el cambio de color queda registrado, y con cualquier software libre de tratamiento de imágenes se puede transformar un color en un número.

Hasta ahora, había que acudir a un laboratorio de análisis cuando se quería saber si el agua que se bebía contenía algún contaminante, como mercurio, cianuro, bisfenol A, etc. «Estos materiales son innovadores porque podrían poner al servicio del ciudadano de a pie toda la ciencia que se ha desarrollado desde nuestro grupo de investigación en los últimos años», sostiene para, más tarde, apuntar que se ha conseguido reducir el tiempo, lo que antes se tardaba días en analizar –incluyendo muestreo y desplazamiento de muestras–, ahora se lleva a cabo en pocos segundos. «Hemos conseguido que lo que antes dependía de personal especializado en análisis químico, ahora lo pueda hacer hasta un niño, ya que no son necesarios reactivos químicos para el análisis que proponemos».

La base científica de todos los materiales ha nacido y se ha desarrollado en el grupo de Polímeros de la UBU. Es verdad, dice, que los materiales con comportamiento de gel ya existían, y las sustancias que cambiaban de color en presencia de algunas especies químicas también. «Lo que nosotros hemos hecho ha sido entrelazar esas dos corrientes de conocimiento para crear una nueva forma de sensores, que suponen básicamente llevar un laboratorio en el bolsillo», sostiene.

Para Vallejos, el ahorro es una de las principales ventajas. «Estamos explorando distintos mercados a los que estos materiales se podrían enfocar, y con ayuda de alguna empresa estamos avanzando mucho en la validación técnica y de mercado que tienen nuestros sensores». Hasta el momento, lo que se sabía es que muchos laboratorios de análisis encargados del control de calidad del agua en zonas alejadas tenían que enviar al menos una persona a recoger la muestra, llevarla al laboratorio y lanzar la batería de ensayos que supone el análisis. «A esta empresa prácticamente le cuesta más el desplazamiento que el análisis y esto se hace hasta una vez por semana», argumenta el investigador de la UBU. Al margen del ahorro, indica que el medioambiente también agradecerá que la sociedad vaya cambiando el chip hacia materiales de este tipo. Y lo explica: «La empresa que cuida la calidad del agua, necesita enviar un vehículo hasta la zona de muestreo, que en el mejor de los casos estará emitiendo 150 gramos de CO2 por cada kilómetro que recorre. En ocasiones los desplazamientos son de hasta 80 kilómetros. No tiene mucho sentido».

La idea de este tipo de materiales nace en el equipo burgalés en el año 2000. Vallejos manifiesta que en aquella época los sensores estaban de moda. «Se llamaban sondas colorimétricas (cuando cambiaban de color) o sondas fluorimétricas (cuando cambiaban de fluorescencia), y lo que se hacía era diluir en un disolvente orgánico un compuesto químico que cambiaba de color en presencia de un determinado contaminante», detalla antes de dejar claro que era necesario manejar sustancias relativamente peligrosas. En ese momento se hicieron la siguiente pregunta: ¿Qué sentido tiene detectar contaminantes, cuando hay que usar otros durante el proceso de detección? La respuesta unánime fue «ninguna», así que se pusieron manos a la obra para hacer unos materiales que no fueran peligrosos y siguieran detectando los fenoles dañinos.

Reconoce que los comienzos fueron «duros», por lo que en la actualidad tienen «un conocimiento brutal» en ese campo. El siguiente paso es explotarlo «al máximo». De momento, están haciendo una validación técnica en entornos reales gracias a Laboratorios Jiménez en León. Más tarde, si los resultados son los esperados, se podría adquirir y utilizar sin problema. A nivel de negocio seria interesante que lo comprasen empresas que externalicen análisis químicos a otros laboratorios. También podrían ser potenciales usuarios ayuntamientos de municipios pequeños.

Respecto a los planes de futuro del grupo de investigación, lamenta que la prioridad es «sobrevivir». Si siguen obteniendo financiación, el objetivo es redirigir el conocimiento de los sensores hacia la medicina. «Ya hemos empezado a trabajar en sensores que puedan ayudar a los pacientes de fibrosis quística a lo largo de su tratamiento». También quieren abordar el seguimiento de las heridas crónicas, ya que, tal y como expone Saúl Vallejos, las dificultades de cicatrización de heridas cutáneas son un problema de primera magnitud, que afecta a aproximadamente el 2% de la población, y genera «gran sufrimiento» y «un enorme coste económico» –ronda los 350 millones de euros al año–.

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