Presunción de culpabilidad
AFORTUNADAMENTE, la presunción de culpabilidad frente al joven, entonces en prisión, se derrumbó. Una cámara de seguridad de un establecimiento comercial y el testigo que se utilizó para incriminar acabaron delatando aquella farsa. Incluso los propios dispositivos de seguridad de la presunta víctima y el presunto agresor permitieron destruir el montaje, urdido con tiempo y sofisticación mental. Él ya había sufrido el juicio prematuro de los medios de comunicación, y su entorno social ya lo había condenado al lazareto de los proscritos, de esos que llevan en su espalda, marcado a fuego, el sello del Juzgado de Violencia. Y cuando se entra en ese juzgado ya no se sale ni para liquidar, de existir, los bienes gananciales.
Ella, víctima, decía, de secuestro, violación y otros graves delitos, aparecía en imágenes y textos, describiendo la crueldad de su raptor. Su actuación adquiría rasgos comunes con la de las estrellas de la televisión que narran sus vidas y peripecias, permiten que su casa e intimidad se conviertan en materia de rodaje y, en fin, dan a entender que su ejemplo debe tener un reconocimiento social. Necesitan sentir que son alguien.
Leí hace unos días en estas mismas páginas y espacio la reflexión de un sensato periodista que se preguntaba qué causa había movido a una víctima a urdir la simulación de tan grave escenario delictivo, alineándose, aparentemente, en la tesis de la propia mujer mentirosa, pues al parecer la razón ha de ser cualquiera que refuerza su dolor y miedo por anteriores ofensas sufridas. No digo que tal itinerario lógico no pueda ser cierto, pero, a bote pronto, los criterios del razonamiento humano han de llevarnos a poner en seria duda (pues el propio derecho penal además debe partir de la inocencia del acusado) el relato incriminatorio sobre los anteriores hechos denunciados.
Convertirse en juez y parte, aportando pruebas (falsas) tan demoledoras frente a quien socialmente ya ha sido condenado debe suponer un subidón emocional tremendo. Tras la propia vida, la libertad emerge como un bien precioso, incuestionable. Privar de ella a quien se ha elegido como víctima es un acto que también merecería un juzgado propio.