CATÁSTROFE NATURAL
"Calma, ya pronto te sacamos"
Gentes de toda condición se suman a los equipos de rescate en busca de supervientes entre montañas de escombros. La alerta sísmica sonó dos horas antes a modo de ensayo pero no lo hizo a la hora del seísmo
Es el caos y se pierden las diferencias. No hay tiempo para pensar, lo indispensable es reaccionar rápido. En la colonia Condesa de Ciudad de México, este barrio bohemio y favorito de los extranjeros con recursos, las manos de blanca piel nórdica se unen a las moreno oscuro de los originarios de la sierra. Bloques de cemento pequeños y grandes son desplazados con eficacia por empleadas de boutiques de moda y por las jóvenes privilegiadas que son sus clientas.
Un hombre alto de aspecto delicadamente africano –sin duda modelo de publicidad- obedece las instrucciones precisas de un obrero con casco y chaleco que probablemente sabe mejor que él qué es lo que hay que hacer. Sin afán de hacerse ver pero incapaz de evitarlo, un muchacho de gran cabellera rojiza y rizada se esfuerza por horas y aparece, como por magia, en cada lugar donde hace falta alguien. Un quinteto de amigas de aspecto indígena, que probablemente salía de la escuela cuando se topó con el desastre, se ha convertido en un potente equipo de transporte de agua.
El objetivo de la multitud es ayudar a que un ariete de voluntarios atraviese la informe montaña de escombros para llegar a los supervivientes. La pérdida de un solo minuto se siente -literalmente- fatal. Se sabe o se imagina que debajo de las toneladas de cemento, varillas, vidrios y enseres, los vivos experimentan la desesperación, el dolor y la angustia que pocos guionistas de terror pueden reflejar; que están siendo aplastados y atravesados por objetos, que pierden el oxígeno, que pasan sed, que se preguntan por sus seres queridos también atrapados, que pueden ser niños de corta edad.
Se ignora cuántas personas son: faltan vecinos del edificio que expliquen quién vivía en qué piso, en qué parte estaba su habitación, cuál sería el cubo de escalera o el sólido portal que podría haber protegido a alguien, abriéndole el espacio necesario para aguantar hasta el rescate.
UNA MALDICIÓN GEOGRÁFICA
Uno se pregunta si la alerta sísmica está ahí para jugar con la gente. Su propósito es avisar de movimientos telúricos en regiones remotas para darle a la población alrededor de un minuto para ponerse a salvo. Pero sus infortunadas bromas están pasando de la anécdota a la historia.
En este mes de septiembre, más que nunca: el día 6, miércoles, sonó estentóreamente y las personas corrieron en busca de salidas, bajando escaleras sin cuidado, rompiéndose tibias y tobillos. Nadie supo explicar por qué se activó.
Pero creó la sensación de que había que tomarse el asunto con mayor calma. Horas después, el jueves, era medianoche y la gente tenía pocas ganas de salir de sus camas y correr a la fría lluvia. Entonces golpeó el terremoto más fuerte en un siglo, en una ciudad acostumbrada a las sacudidas: 8.2 grados Richter.
Fue mayor que el que dejó unos 20 mil muertos en 1985 y un gran trauma para los capitalinos. Pese al susto, el gobierno y la gente se sintieron cómodos porque ahora los daños fueron comparativamente escasos. Se asumió que las medidas de precaución adoptadas desde entonces habían servido, y se dejó un poco de lado que el epicentro del fenómeno había estado muy lejos, en las costas de Chiapas, por lo cual el impacto fue menor.
El de 1985 fue un 19 de septiembre. Y para marcar las fecha, y los 32 años de aprendizaje que habían rendido frutos, se anunció que la alerta sísmica sonaría a las 11 de la mañana, y que en las oficinas públicas realizarían simulacros. Los funcionarios bajaron ordenadamente, permanecieron en los puntos de reunión mientras se llevaba a cabo el ejercicio, y regresaron a sus oficinas… para volver a salir, despavoridos, sin que sonara antes la alerta sísmica, dos horas después, a las 13.15.
Aunque el seísmo de aniversario fue de sólo 7.1 grados, tuvo epicentro a 150 kilómetros, inusualmente cerca. Y sus ondas empezaron por reventar aceras y sacudir azoteas hasta derribar edificios aquí y allá, retornandonos a la maldición geológica que México quería olvidar.
COMUNICACIÓN POR MÓVIL
El silencio es clave: los que sondean lo piden para poder buscar comunicación, escuchar llamados, percibir voces. En otros edificios derribados, algunas personas logran comunicarse por móvil con amigos en el exterior que avisan de que siguen ahí, aferrándose a la voz que musita “calma, ya pronto te sacamos”.
No es el caso en esta esquina de la calle Laredo con el orgulloso boulevard Ámsterdam, donde uno de los edificios antiguos no soportó que el temblor pusiera a prueba su vejez. A falta de señas y señales, solo esos sonidos de vida pueden ayudar a orientarse.
El entusiasmo de la multitud, sin embargo, lo hace difícil. Los primeros que reaccionaron fueron trabajadores de la construcción de obras cercanas: casi de inmediato llegaron hombres experimentados con picos, martillos, palas y un par de trascavos. Después se aproximaron vecinos, empleados de oficinas cercanas, camareros y paseantes. Media hora después del terremoto, unas 150 personas se habían organizado y levantaban escombros.
Dos horas más tarde, las unidades de emergencia tienen problemas para abrirse paso por calles llenas de gente. Aprovechando la anchura de Ámsterdam, los cientos de personas que las ocupan están trasladando objetos o tirando de cuerdas para ayudar a las máquinas a levantar las grandes losas. No hay alternativa a arrasar con pies y piedras los jardines que embellecen el sendero central de la avenida. Lo mismo en Laredo, por donde las columnas de voluntarios se extienden hasta el Parque México.
“Ahora sí nos pegó”, le dice una mujer de edad, vecina de toda la vida, a un joven alemán que experimentó su primer terremoto el 7 de septiembre… y ya va por el segundo. El muchacho le recuerda, sin embargo, que es bastante probable que lo peor no haya ocurrido en Ciudad de México: hace 12 días, los capitalinos casi se felicitaban por la baja cifra de víctimas antes de que, al paso de los días, empezara a fluir la información de las regiones donde en verdad golpeó duro el seísmo: ciudades y comunidades remotas de los estados más pobres del país, Oaxaca y Chiapas.
Todavía se sabe poco sobre cómo recibieron el impacto los sitios ya en parte destruidos. Pero allá no cuentan con sólidos contingentes de trabajadores de la construcción ni con quintetos de chicas recién salidas de la escuela ni con ubicuos turistas de melena roja, ni reciben más que una parte de la atención que se le obsequia a la patricia colonia Condesa. Lo que en la capital duele, en la sierra arde.